La Reforma Agraria boliviana cumple 61 años en medio de actos vacíos de contenido y de propuestas en los que se entrega títulos de tierras a los campesinos buscando el apoyo rural. Mientras tanto, el agropoder sigue expandiéndose y hasta nos da la ilusión de que esos inmensos sembradíos de soya estarían destinados a alimentarnos.
Cada 2 de agosto, miles de campesinos se concentran y conmemoran la restitución de las tierras usurpadas, la anulación del pongueaje y de otras formas de explotación que persistían hasta mediados del siglo XX. Entre los pocos rastros de esa época de opresión apenas quedan algunas casas de haciendas abandonadas a lo largo y ancho de la región andina. En esta fecha histórica, a menudo los Presidentes de Bolivia y funcionarios de los institutos agrarios acuden a los poblados rurales de mayor importancia o a las localidades simbólicas como Ucureña para entregar títulos de propiedad agraria a los comunarios. En los últimos años, no son documentos legales de dotación de nuevas tierras sino títulos de propiedad que solo formalizan la tenencia de tierras en manos de campesinos ya desde hace varias décadas. Pero aun así, los productores parcelarios celebran el hecho y los políticos renuevan periódicamente su legitimidad.
Históricamente, la reforma agraria tuvo sentido por su carácter redistributivo. Es decir el Estado confiscaba tierras a los grandes propietarios y las entregaba a campesinos. Casi siempre estuvo precedida por revueltas rurales y violentas luchas para alterar las relaciones desiguales de poder en el agro. La reforma agraria mexicana de inicios del siglo XX sin lugar a dudas fue la más revolucionaria en América Latina y lo ocurrido aquí, en 1953, está considerado como la segunda revolución de mayor importancia en la región.
Pero en los tiempos actuales cada vez son más quienes dudan sobre la viabilidad real de las expropiaciones de tierras de los grandes propietarios para entregar las mismas a los campesinos pobres y sin tierra. Es más, otros tienen dudas sobre la necesidad de distribuir y redistribuir tierras. En la actualidad los campesinos no están en pie de guerra reclamando mayor dotación de tierras y el gobierno no tiene suficiente presión social para revertir o expropiar grandes propiedades o entregar tierras fiscales a los pequeños productores del agro. Por su parte, quienes se oponen a una reforma agraria redistributiva argumentan que el campesino es incapaz de producir suficientes alimentos para todos los bolivianos. Al contrario, plantean que la solución está en impulsar la agricultura comercial a gran escala. Son los mismos que antes alegaban a favor de la descampesinización señalando que se requería acumular mayor renta agraria para el desarrollo económico del país. Y hoy en día, los agroindustriales justifican el modelo del agronegocio afirmando que ellos y su modelo agrario son el sostén de la seguridad alimentaria de todos los bolivianos.
Una primera pregunta emerge de estas consideraciones. ¿Por qué la reforma agraria luce como una política obsoleta e innecesaria? Para encontrar las respuestas hace falta ante todo entender la nueva realidad agraria. El hecho es que el mundo rural es muy distinto del de hace medio siglo. Hoy día, el agro a pequeña escala genera menos de la mitad de los ingresos rurales, y muchos campesinos e indígenas viven con un pie en el campo y otra en la ciudad, las nuevas generaciones no están interesadas en heredar la tierra o exigir tierras fiscales porque implica vivir de un agro empobrecido y con limitaciones estructurales. Por otro lado, el agropoder ya no está compuesto por simples hacendados amasando excedentes o rentas a base de la explotación de trabajadores rurales descontentos. En tiempos actuales, la élite agraria es la suma de alianzas y sociedades entre grandes propietarios, capitales nacionales y transnacionales sin rostros, y también de pequeños productores de materias primas agrícolas. En este nuevo contexto, el poder político es más proclive a defender los intereses del agropoder aunque aún no puede prescindir del voto del campesinado, esto porque los campesinos en países como el nuestro, no desaparecieron ni se redujeron a su mínima expresión, tal como vaticinaban los textos de los marxistas ortodoxos.
Bajo estas apreciaciones, una respuesta preliminar es que la agricultura nacional no puede escapar de las relaciones globalizadas y las relaciones de poder agrario son más desiguales que antes y están por encima de cualquier política de justicia social redistributiva. Si esto es así, la preeminencia del agronegocio tiene serias implicaciones no solo para el campesinado y los pueblos indígenas sino para todos los bolivianos. El modelo actual es dependiente de la depredación masiva de los recursos naturales, está basado en el uso de combustibles fósiles cada vez más escasos y costosos y sobre todo es un modelo guiado por la rentabilidad del negocio, controlado por intereses privados y casi siempre en complicidad con el Estado.
La agricultura a gran escala no tiene respuestas para los nuevos problemas globales. Además el modelo boliviano tiende hacia re-primarización agraria, al igual que en Brasil y Argentina. Se trata de un modelo “agroextractivista”, es decir, en Bolivia y en el Cono Sur producimos materia prima para exportar al mundo desarrollado. El impacto mayor de estas dinámicas y trayectorias, en términos sociales, lo sufren los campesinos parcelarios y los indígenas de las TCO -es decir el 32% de los bolivianos- quienes son víctimas por doble partida: como productores hoy excluidos de los mercados agrícolas y como consumidores de los alimentos industriales (azúcar, aceite, arroz y carne).
Está claro que el problema agrario no solo subsiste sino que ahora es más complejo. Por tanto, como sociedad debemos plantearnos la pregunta de fondo, ¿qué tipo de reforma agraria hace falta para responder a este nuevo contexto y a los problemas actuales? Por supuesto que no es posible desarrollar este punto en este texto breve pero estos son algunos temas que a nuestro juicio deberían llenar de contenido y dar sentido a las concentraciones y los actos conmemorativos que se celebran cada 2 de agosto. Pero la realidad es muy distinta. Los actos simbólicos de entregas de títulos de tierras a los campesinos siguen siendo solo manipulaciones desde el poder político para captar el apoyo rural. Entretanto, el agropoder sigue en expansión y hasta nos da la ilusión de que sus enormes silos, situados en medio de extensos campos verdes, guardan los alimentos que consumimos.
* Director de TIERRA.