En recientes reuniones los empresarios del agronegocio plantearon la necesidad imperiosa de introducir nuevas variedades transgénicas en el país. El autor propone considerar la introducción de transgénicos como una pérdida de soberanía ante las transnacionales. Alienta, sin embargo, la idea de que la opción se encuentra aún en manos del Estado boliviano con base en el artículo 409 de Constitución.
Durante los últimos meses, una seguidilla de eventos empresariales han copado los salones de un céntrico hotel de la ciudad de La Paz con los representantes del agronegocio cruceño quienes acompañados por un conjunto de expertos en comercio internacional -de esos que reducen la vida a un balance comercial y cuya consigna eterna es el “desarrollo hacia afuera”- se han reunido bajo el rótulo de contribuir a la soberanía alimentaria del país. En la práctica, sin embargo, estos eventos no han sido más que espacios para promover su visión particular sobre el agro y, fundamentalmente, para plantear una serie de demandas sectoriales ante el Estado. En adición a su tradicional apología de la propiedad privada, sus reclamos por normas claras y por supuesto sus infaltables denuncias contra los avasalladores (cuál si todos fuesen traficantes de tierras), los empresarios del agronegocio plantearon la necesidad imperiosa de introducir nuevas variedades transgénicas en el país. “En Argentina, obtienen 200 quintales de maíz transgénico con una tierra más frágil que la nuestra y nosotros sacamos solo 80 quintales”, afirmaba Edilberto Osinaga, el gerente general de la Cámara Agropecuaria del Oriente (CAO).
Apelar a visiones productivistas ortodoxas resulta siempre un argumento poderoso, al fin y al cabo ¿quién puede estar en contra de que suban los rendimientos agrícolas en el país? Que esto se logre simplemente con el uso de transgénicos es una pregunta abierta, más aún si se considera que a 10 años de la introducción de soya transgénica en Santa Cruz este no ha sido precisamente el caso. Los datos de la propia CAO muestran que el rendimiento de soya en este periodo se estancó en el nivel más bajo de toda la región (Aprox. 1,9 Ton/ha). Lo que sí se logró con la introducción de la soya transgénica es reducir los costos de producción y por ende incrementar el margen de ganancia. Esto a nadie debería sorprenderle pues el agronegocio es sobre hacer dinero, su relación con la alimentación es colateral debido a la naturaleza de las mercancías que son producidas.
Es bien sabido que el uso de transgénicos ha sido fuertemente cuestionado a nivel global en base a evidencia científica respecto a sus impactos nocivos sobre la salud y el medioambiente: cáncer y pérdida de biodiversidad son los elementos más preocupantes, respectivamente. No obstante, no pretendo tomar esta veta de análisis ya extensamente abordada. Propongo más bien considerar la introducción de transgénicos como una pérdida de soberanía ante las transnacionales y por lo mismo argumento que postularlo desde la soberanía alimentaria resulta una propuesta inédita, por decir lo menos. Siguiendo al marxista inglés, Henry Bernstein, argumento que el problema central con los transgénicos no reside en la tecnología en sí, sino en el control oligopólico que los capitales transnacionales ejercen sobre estos con el fin de subsumir la agricultura dentro de sus procesos de acumulación de capital.
Se debe comprender la problemática de los transgénicos en su contexto más amplio por lo que resulta pertinente pincelar algunos elementos históricos que han marcado la economía política alimentaria global[i]. A partir de los años 40, la productividad laboral y agrícola en las granjas capitalistas del Norte aumenta significativamente como resultado de los avances en la industria agroquímica; hecho que paralelamente amplía la brecha productiva respecto a los pequeños productores campesinos del Sur. El rápido aumento en los niveles productivos pronto deriva en un problema de sobreproducción. A falta de demanda efectiva, la respuesta de Estados Unidos fue la creación de un nuevo régimen alimentario global que permitiera acomodar sus excedentes agrícolas en forma de “ayuda alimentaria”. Esta medida a la postre se constituirá además en un elemento central de su política exterior, principalmente durante tiempos de la guerra fría.
Para Harriet Friedmann, la subvención a la producción agrícola y el manejo selectivo de su comercialización en beneficio de algunos países y corporaciones del Norte, son elementos que permiten hablar de un régimen alimentario de corte “mercantil-industrial”. La estabilidad de este régimen, sin embargo, duraría solo unas cuantas décadas pues comenzaría a colapsar paulatinamente a consecuencia de dos principales dinámicas. Por un lado, el levantamiento del embargo que Estados Unidos tenía hacia la Unión Soviética da paso a que grandes cantidades de cereales norteamericanos sean destinados a este nuevo mercado, lo que a su vez produce una repentina escasez de granos en el mercado global con la consecuente subida de precios. Por otro lado, la geografía de la producción industrial de alimentos se ve reconfigurada con la incursión de Argentina y Brasil –principalmente a través del cultivo de la soya- lo que dinamiza la competencia en el mercado mundial y por ende erosiona significativamente la lógica mercantilista.
Ya para inicios de los años 70, las presiones sobre el régimen mercantilista y la emergencia de la globalización neoliberal darán paso a la formación de un nuevo régimen alimentario en sintonía con los cambios en la economía política global. En este nuevo régimen alimentario, vigente en la actualidad, son las corporaciones transnacionales las que han adquirido el rol protagónico dado el acrecentamiento de su poder y control sobre las cadenas productivas agrícolas. En particular, el capital transnacional se ha concentrado en la producción de inputs agrícolas (semillas transgénicas, agroquímicos, maquinaria, etc.) y en la distribución y comercialización de los productos u outputs, siendo el ejemplo más claro las cadenas de supermercados. Consecuentemente, es posible afirmar que estas empresas transnacionales son las que en la práctica están pasando a organizar las condiciones de producción y consumo alimentario a nivel global y lo hacen, claro está, en función a sus intereses corporativos.
No obstante, es en el campo de la producción en sí donde el capital ha encontrado históricamente barreras para su penetración e imposición. Una de los principales barreras está dada por las características mismas de las semilla que le atribuyen un “carácter dual” pues al mismo tiempo es un medio de producción y, como grano, un producto. Mientras que su segundo carácter es compatible con la forma mercancía, el primero resulta más bien antagónico. Es decir, siempre y cuando un agricultor pueda continuar propagando su semilla tras cada ciclo productivo de manera indefinida, habrá poco incentivo para que el capital se inserte en la producción comercial de semillas. Es precisamente esta capacidad de auto-abastecimiento la que se pretende destruir a través de la tecnología transgénica para así dar paso al proceso de subsunción de la agricultura en el capital[ii].
Este ataque sobre la habilidad de los agricultores de reproducir autónomamente sus propias semillas se lo ha realizado en dos principales frentes. Por un lado, el desarrollo de “Tecnologías Restrictivas del Uso Genético” –más conocidas como “Tecnologías Terminator”- impide la germinación de semillas a menos que se apliquen productos químicos patentados. Dado que no existe ningún beneficio agronómico, estas tecnologías no son más que un mecanismo descarado para impedir que los agricultores puedan continuar sembrando lejos del control transnacional. Por otro lado, el lobby corporativo ha empujado con fuerza un mayor y más extenso desarrollo de legislación bajo el acuerdo sobre los Derechos de Propiedad Intelectual (DPI) -o TRIPS por su sigla en inglés- que se negoció al interior de la Organización Mundial del Comercio. En años recientes, las presiones del ente global hacia los estados miembros para que establezcan alguna forma de legislación DPI en relación a los cultivos ha ido en aumento.
En este sentido, la promoción de las semillas transgénicas puede entenderse como parte del proyecto neoliberal en tanto apropiación de “lo público” para su transformación en mercancía de propiedad exclusiva. Al ser separados de uno de sus principales medios de producción, la semilla, los agricultores son despojados de un elemento que históricamente les permitía cierta independencia ante el capital, con lo cual su subsunción al proceso de acumulación se facilita. Este despojo ejercido sobre el campesinado a favor de las transnacionales reproduce el carácter de “Robin Hood en Reversa” – robar a los pobres para darles a los ricos – propio del neoliberalismo[iii]. No en vano David Harvey ve en los transgénicos, y en la industria biotecnológica en general, uno de los más claros ejemplos de lo que denomina “acumulación por desposesión”[iv].
Dado que traspasan el control sobre la producción agrícola hacia las corporaciones transnacionales, los transgénicos se encuentran en la antípoda de cualquier noción de soberanía alimentaria. Al desactivar la capacidad de siembra de los productores locales, son las semillas transgénicas las que se consolidan como la opción productiva dominante. Esto hace que las corporaciones pasan gradualmente a controlar de facto la tierra de los Estados. Consecuentemente, la tierra no puede ser puesta en producción si no es con los insumos que las mismas empresas transnacionales producen, con el agravante que muy a menudo los precios tanto de las semillas como del resto de los productos tienden constantemente al alza. El caso de México y el maíz transgénico es ilustrativo en este sentido. En otras palabras, los Estados que abrazan la tecnología transgénica pierden soberanía alimentaria pues ven mermada su capacidad de controlar y regular la producción de alimentos doméstica. Abandonan su rol rector en el desarrollo agrícola y pasan más bien a convertirse en simples consumidores de mercancías del Norte. En cierto sentido, se contribuye a consolidar la división internacional del trabajo, el patrón primario exportador y las condiciones comerciales desfavorables que históricamente han marcado las relaciones entre el Sur y el Norte.
Aunque los representantes del agronegocio cruceño, en su calidad de voceros del capital trasnacional, continuarán pujando en favor de los transgénicos, pareciera que aún la opción se encuentra en manos del Estado boliviano. El artículo 409 de nuestra Constitución establece que “la producción, importación y comercialización de transgénicos será regulada por Ley”. En este sentido, la Ley Marco de la Madre Tierra y Desarrollo Integral para Vivir Bien ya estableció de manera clara la prohibición hacia semillas genéticamente modificadas de las que Bolivia es centro de origen o diversidad y de aquellas que atenten contra el patrimonio genético y la biodiversidad del país. Aquí es menester recordar, por ejemplo, que en nuestro territorio existen cientos de variedades nativas de maíz que han sido históricamente utilizadas por campesinos e indígenas de valles y tierras bajas. Sin embargo, estos avances legislativos no ha detenido el lobby empresarial que ya ha cuestionado duramente la norma. Consultadas sobre esta problemática, las autoridades estatales del sector han sido cautas, y han manifestado que deberá ser la nueva Asamblea Legislativa Plurinacional la que debata este asunto y se pronuncie al respecto.
[i] La lectura histórica de los cambios en la economía política alimentaria global están en base a Bernstein, H. (2010). Class Dynamics of Agrarian Change. Canadá: Fernwood Publishing.
[ii] Kloppenburg, J. (1988). First the Seed: The Political Economy of Plant Biotecnology, 1492-2000. New York: Cambridge University Press.
[iii] Moore, J. (2010). The end of the road? Agricultural revolutions in the capitalist world-ecology, 1450-2010. Journal of Agrarian Change, 389-413.
[iv] Harvey, D. (2003). The New Imperialism. Oxford: Oxford University Press.
* Investigador de TIERRA