Al noreste de la carretera Rurrenabaque-Yucumo vive un centenar de familias tsimanes sin territorios titulados. Sus antiguos dominios, sobre todo la franja adyacente al camino, han sido ocupados, deforestados y consolidados como colonias y propiedades privadas.
Foto: Juanita Hiza, junto a una de sus nietas en la comunidad Palmira.
Juanita Hiza es la indígena tsimane más longeva de la comunidad de Palmira. Sus descendientes calculan su edad en unos ochenta años, pero desconocen su fecha de nacimiento. Tampoco están al tanto del año en que quedó viuda, aunque habría sido hace poco. ¿Tres años, quizá cinco? Juanita es la expresión viva de su pueblo; en particular, de los tsimanes cuyo pasado y presente no constan en los registros oficiales. Al igual que la mayoría de sus descendientes y otros tsimanes de la comunidad, ella no tiene certificado de nacimiento, ni cédula de identidad. Todos ellos, son los tsimanes invisibles para el mundo externo y para el Estado boliviano.
Roberto Maito ejerce el cargo de corregidor o autoridad indígena en la comunidad de Juanita. Presuroso, junto a su mujer, Nora Cuata, nos conduce al arroyo de donde recolectan agua para beber, cocinar y lavar ropa. Agua color marrón. La pareja tiene cinco hijos, todos menores de edad. Otra pareja con más años encima nos dice que tienen seis hijos vivos y otros siete muertos. A simple vista, los niños de la comunidad superan en número, y por mucho, a los adultos. No tienen una escuela, tampoco maestros o educadores o algún tipo de infraestructura construida con dinero público. Están habituados a asistirse entre ellos para cuidar de los enfermos, no acostumbran alumbrar con mecheros sus noches, pero usan linternas a pilas para sus salidas nocturnas al monte.
El desprecio gubernamental es tan grande que el hábitat de estos tsimanes ha sido declarado como “tierras fiscales” o tierras estatales. En la práctica, acaba siendo “tierra de nadie” porque el gobierno nacional no ejerce su papel de regulador y protector de estos territorios. En realidad, los tsimanes han sido intencionalmente invisibilizados porque su tierra es ambicionada y ocupada a la fuerza por colonos, traficantes de tierras, madereros y, en definitiva, por quienquiera que tenga poder económico necesario para doblegar la ley a su favor.
Despojo de territorios tsimanes
En el área de influencia de la carretera que une Rurrenabaque y Yucumo del Beni, se encuentran una de las tierras más codiciadas de Bolivia. El interés por esta zona se intensificó desde que el camino polvoriento sucumbió ante el asfalto hace una década. De la ruta principal, decenas de caminos secundarios se ramifican a ambos lados a modo de brechas de penetración que avanzan tierra adentro. A lo largo del camino se levantaron pequeños poblados urbanos. San Bernardo, Piedras Blancas, San Martín, Villa Ingavi, Villa Aroma, El Palmar, son algunos de estos. Desde estos puntos, nacen los senderos que con el tiempo se convierten en caminos transitables que no existen en los mapas. Estas rutas son inaccesibles para los forasteros y curiosos que pasan por el lugar porque las entradas están bloqueadas por trancas y portones celosamente cuidados por las personas que viven en el lugar. En el lado noreste de la carretera, viven cientos de familias tsimanes repartidas en doce comunidades, pero solo cuatro fueron tituladas por el Instituto Nacional de Reforma Agraria (INRA). Los tsimanes sin territorios legalmente reconocidos suman un centenar de familias según un censo preliminar levantado por ellos mismos.
Desesperados, los indígenas sin protección jurídica andan en papeleos y piden audiencia a funcionarios agraristas desde hace cuatro años. Tienen una pequeña batalla ganada: una autorización provisional de asentamiento para la comunidad Tacuaral de Aguas Negras. Más o menos equivale a la mitad de un título agrario. El resto de las comunidades sufre un proceso acelerado de despojo y éxodo forzado. La comunidad tsimane Flor de Mapajo ha sido oficialmente borrada el año 2017 y, en su lugar, los despojados afirman que “cambas” de San Borja fundaron la comunidad campesina Primavera. El INRA emitió una resolución de asentamiento para consumar este hecho. Los tsimanes fueron desalojados, no a la fuerza, sino con la promesa de que pronto serían reubicados en otra zona. Una falsa promesa más entre varias que tienen presente.
Mapa 1. Ubicación general del territorio tsimane de Central Colorado
La historia no es diferente para otras dos comunidades que colindan entre sí. San Julián y San Gabriel se esfuman a medida que los tsimanes abandonan sus hogares y la presencia de los foráneos se materializó en la creación de una nueva comunidad: Flor de Mayo. Aunque no pudimos corroborar en documentos, los tsimanes aseguran que el INRA firmó y extendió una autorización de asentamiento para los nuevos dueños. Uno de los desalojados es el corregidor de la comunidad San Gabriel, quien, junto a su familia, levantó su morada en la Central Colorado, un núcleo indígena que se alza a un costado de la carretera asfaltada y que fue cedida por los indígenas de la TCO Pilón Lajas.
Palmira es la comunidad de Juanita y sus descendientes. Para llegar al lugar desde el asfalto se requiere de unas seis horas de caminata, mucho más en época de lluvias. Algunos jóvenes recorren la ruta en motocicletas chinas. Colinda con la orilla oeste del río Yacuma. El corregidor recuerda con precisión cómo, con apoyo de los lugareños, los funcionaros del INRA llegaron hasta el lugar hace unos tres años. Luego de constatar en terreno la existencia de familias tsimanes, platanales, incluso la existencia de un cementerio, se marcharon prometiendo que respaldarían la titulación del territorio indígena. En un gesto de gratitud, los tsimanes les obsequiaron flechas y arcos. Tiempo después, comenzaron a sospechar que la información recolectada no habría sido tomada en cuenta. Se sienten traicionados e impotentes porque Palmira existe para ellos, es su territorio, pero según los papeles de autorización de asentamientos, fue reemplazada por las comunidades campesinas Tres Amigos, Jerusalén y Yacuma C.
Intereses sobre los bosques tsimanes
A ambos lados de la ruta Rurrenabaque-Yucumo, al menos una franja de cinco kilómetros ha sido ocupada, deforestada y consolidada como colonias campesinas, colonias ganaderas y propiedades medianas y grandes. Es un proceso que empezó a la par de la construcción de la carretera de tierra hacia finales en la década de los 60. De hecho, los lugareños hablan de migrantes de tierras altas de primera generación, segunda generación y de oleadas recientes. El historial de los trámites agrarios sugiere que la toma de tierras se intensificó en la última década, facilitada por una decisión política del gobierno nacional para trasferir ágilmente grandes extensiones a manos privadas. Hemos corroborado que varias propiedades próximas a los territorios tsimanes han sido tituladas recientemente. El 2012 se consolidaron las propiedades menonitas Alcornoque, Canchas y Ceibo y el 2017 fue legalizada la comunidad Inca.
Aunque el patrón de apropiación y despojo de la tierra es complejo de descifrar y varía según cada contexto, a menudo comienza con la tala ilegal de árboles de alto valor comercial y las ganancias hacen posible el resto: coimas a los funcionarios públicos, compra de favores de intermediación, gastos legales, elaboración de planos georreferenciados, compra de ganado mejorado, desmonte mecanizado y otros.
Casi ninguno de los beneficiarios de estas tierras tiene su vivienda dentro de las propiedades rurales. Los colonos o campesinos residen en los núcleos cuasi-urbanos establecidos a lo largo de la carretera. Esta forma de vida nucleada les da acceso privilegiado a servicios y beneficios que no están al alcance de los tsimanes desplazados tierra adentro. Los medios de transporte, los centros educativos, las telecomunicaciones o los centros de salud, no solo elevan la calidad de vida de los propietarios, sino que los empodera frente a los indígenas. A diferencia de estos últimos, los colonos tienen ganados y, a la vez, se dedican a la producción de cítricos, arroz, plátano, piña y otros. Por su lado, los propietarios individuales, residen en centros urbanos mayores, como Rurrenabaque, Yucumo o San Borja. Los dueños de las propiedades Zoraida, Isla Azul o Laguna Negra, cuyos tamaños oscilan entre 1.500 a 2.400 hectáreas, no tienen necesidad de permanecer en sus predios porque están administrados por trabajadores pagados. Y no es extraño que los jornaleros sean los propios tsimanes.
El negocio de extracción de árboles maderables avanza primero en esta región, al igual que otras de la Amazonia. Los madereros son rastreadores que detectan y extraen especies como cachichira, mapajo, cedro, mara, ochoo y palomaría. Dado que estas son cada vez más escasas, los que hacen negocios con los aserraderos prácticamente les pisan los talones a los tsimanes. Hace un mes, los indígenas de Jatatal lograron detener un camión cargado con madera y denunciaron ante la Autoridad de Bosques y Tierra (ABT). Los árboles quedan sentenciados por los taladores desde el momento en que son identificados con una pequeña plaqueta metálica. Un pequeño grupo de tsimanes nos conduce por el monte para mostrarnos lo que descubrieron hace poco: árboles de cachichira y mapajo plaqueteados. Cuentan que los buscadores de madera, a modo de soborno, les obsequiaron cebollas y zanahorias que tuvieron que desechar porque no forman parte de su dieta alimentaria. Se sienten intimidados porque los dueños de las motosierras y los aserraderos se valen de autorizaciones de desmontes que legalmente sirven solamente para habilitar parcelas agrícolas, pero son exhibidas ante los indígenas y autoridades locales como equivalentes a licencias de explotación forestal.
Foto: Indígena mostrando uno de los árboles plaqueteados, de la especie cachichira.
El avance de los intereses particulares también degrada el bien común de los bolivianos cuando se trata de biodiversidad, bosques y ecosistemas declarados como patrimonios nacionales. Constitucionalmente, el tutelaje estatal sobre las tierras que no tienen antecedentes de dominio privado constituye una medida de protección para evitar asentamientos y acaparamientos. Y la ley de tierras establece, sin equívocos, que el derecho preferencial para la dotación comunitaria de tierras lo tienen, en primer lugar, los indígenas del lugar. En realidad, el Estado boliviano está llamado a frenar el acaparamiento y proceder al desalojo de los asentamientos ilegales; sin embargo, actúa sistemáticamente en contra de los intereses de bien mayor instituidos en la Constitución.
Resistencia desde la Central Colorado
Desde el 2017, los tsimanes de esta zona optaron por organizarse y mantenerse unidos. Para ello, fundaron la Central Colorado. La organización es conducida por Rosendo Merena, quien coordina con los doce corregidores indígenas en representación de las cuatro comunidades tituladas y las ocho restantes inexistentes para el gobierno. Pervive en la memoria de ellos una demostración hecha por una defensora de derechos indígenas, sobre la importancia de mantenerse unidos. Tomó un lápiz con las dos manos y lo rompió aplicando algo de fuerza, pero el esfuerzo fue vano cuando intentó lo mismo con varios lápices juntos.
Físicamente, la Central es una precaria sede levantada con unos palos y hojas de motacú a un costado de la carretera. El predio de 300 hectáreas cedido provisionalmente por los tsimanes de Pilón Lajas. Además de la sede, una decena de viviendas fueron construidas por las familias desplazadas. Ahí nos hemos encontrado con el corregidor de San Gabriel y su familia. Dice que se siente amedrentado de ir a su comunidad porque esas tierras fueron entregadas por el INRA, mediante una autorización provisional, a dos comunidades nuevas: Patujú y Flor de Mayo. El espacio territorial de la Central no es exactamente un hábitat indígena porque allá no pueden cazar, pescar o vivir de la recolección de los frutos del monte. Es un espacio insuficiente. En realidad, la Central más se parece a un campamento improvisado de refugiados tsimanes.
Foto: Sede tsimane Central Colorado
La organización tampoco existe ante la ley a pesar de los trámites que habrían iniciado para obtener una personería jurídica del gobierno departamental. El cacique no tiene una certificación válida por parte de alguna organización indígena del Beni y admite que no tiene voz ni voto en la Confederación de Pueblos Indígenas del Oriente Boliviano (CIDOB), pero tiene a la mano una credencial con que hace valer su autoridad. Fue emitida el año 2017 por la Federación Sindical Única de Trabajadores Campesinos de San Borja (FSUTCSB). Ejerce el cargo desde el año 2015 y su mayor anhelo es lograr la titulación de las comunidades indígenas avasalladas. Según el corregidor de Bajo Tacuaral, tiene el respaldo incondicional de las cuatro comunidades tituladas que decidieron no abandonar a su suerte a sus pares desposeídos. Les anima el haber conseguido el reconocimiento provisional para la comunidad Tacuaral de Aguas Negras.
Pero la intención colectiva de resistir unidos desde la Central Colorado parece debilitarse con el paso de los días, semanas, meses y años. Rosendo sabe que el tiempo está convirtiéndose en su enemigo y sabe que no tiene margen para cometer demasiados errores. Por eso y de forma paralela a las gestiones que realiza ante el INRA, organizó, con éxito, una campaña de documentación y carnetización de los tsimanes sin existencia legal. El año 2018, una brigada del Servicio de Registro Civil (SERECI) se constituyó en el lugar para otorgar ciudadanía a una parte de los indígenas. Ahora, el cacique espera con ansias que se levanten las restricciones de la pandemia de Covid-19 para iniciar una nueva campaña.
Un hombre corpulento llega en una motocicleta ruidosa al lugar donde la entrevista discurre. Se detiene a unos metros de nosotros para observar con disimulo. La conversación se interrumpe por unos segundos. Pregunta por alguien a uno de los tsimanes y retoma su camino. “Es un colono, siempre vienen a fijarse cuando ven un extraño por aquí”, comenta uno de ellos.
Tsimanes en el mundo externo
Mientras algunos tsimanes siguen viviendo en sus comunidades de origen, otros se encuentran en situación de desplazados. Los primeros siguen viviendo aislados en el monte, cazando chanchos troperos, pescando en los ríos, plantando platanales o recolectando frutos amazónicos. Por otro lado, los desplazados se reubicaron mayormente a lo largo del asfalto seductor, en viviendas de conocidos, parientes o en los predios de sus empleadores. Algunos poseen pequeños lotes y viviendas precarias. Al haber perdido lazos sociales con sus familiares y comunidades, sufren presiones para adaptarse a la lógica del mundo externo. La adaptación, asimilación o como se llame, acarrea experiencias amargas. Muchos tienen un español elemental, muy elemental. No saben cómo ganarse la vida en las nuevas actividades y desconocen el valor monetario de su trabajo y de las cosas que están a la venta. Los hombres trabajan de jornaleros o peones en las propiedades aledañas, negocios locales, aserraderos y otros. Las mujeres están ocupadas en las labores de casa, cuidan de los hijos y se encargan de que asistan a la escuela.
Permanecer en el bosque o salir al mundo externo, este es el dilema que enfrentan los tsimanes. Incluso los indígenas de las comunidades tituladas no están libres de esta disyuntiva. La visión romantizada de que todos desean quedarse dentro de sus territorios, manteniendo su modo de vida, no tiene cabida en este mundo real. Los jóvenes indígenas que tempranamente entraron en contacto con el mundo externo, a diferencia de sus padres, no se consideran desplazados.
El factor miedo es más evidente cuando el desplazamiento es brusco y violento. El 2017, una veintena de familias desalojadas con promesas de reasentamiento, no tuvo otra opción que acabar instalada dentro de los predios de la comunidad campesina Uncallamaya. A nadie le importó las consecuencias del choque repentino con el mundo externo. Todavía trabajan de jornaleros en la comunidad anfitriona y en las propiedades cercanas. Uno de ellos no desea ser identificado para evitar represalias, pero toma contacto para expresar la impotencia que sienten al no tener un lugar a donde marcharse. Ante la insinuación de que vuelvan a asentarse en el monte, responden con cierta resignación que no se atreven a tomar como suyo algún espacio territorial porque temen a las autoridades del Estado que los amenazan con desalojos y a los supuestos nuevos dueños que fundan comunidades por doquier.
Nilda es una mamá tsimane de cinco niños. Es una de varias mujeres desplazadas que vive en una de las zonas pobladas junto a un camino secundario. Al igual que todos los tsimanes, anhela un territorio para sus hijos y sus parientes dispersos. Quiere formar una organización de mujeres para sembrar platanales, producir maíz y arroz en pequeñas parcelas. Extraña la recolección de majo para preparar refrescos. Abriga la esperanza de que la solicitud de dotación de tierras fiscales prospere, que los trámites de las autoridades tsimanes se traduzcan en algo concreto. Desea que las familias dispersas de su comunidad vuelvan a reunificarse. Pero también las dudas la asaltan. Tierra adentro y sin asistencia externa, no ve la manera en que podría trasplantar el modo de vida que lleva ahora, sobre todo en cuanto al acceso a la educación para los hijos. “Varios ya no quieren volver allá porque también es lejos”, concluye visiblemente afligida.
El mundo externo les es hostil, exige desarraigo de su territorio, pero también luce seductor. Una acogida cuidada y respetuosa y sin obligarles a perder sus territorios, parece ser una solución. Sin embargo, algo así resulta imposible cuando reina la política del olvido, cuando es conveniente hacerlos invisibles ante los ojos externos. A diferencia de los indígenas de tierras altas que tomaron contacto gradual con el mundo externo sin estar sometidos a presiones extremas, los tsimanes están forzados a aceptar lo foráneo de forma abrupta. ¿Por qué? Porque el Estado boliviano se alinea con los intereses de colonos, ganaderos y empresas madereras. Porque las autoridades llamadas a proteger derechos colectivos, incumplen sus mandatos. Porque sus territorios tienen valor económico. En definitiva, porque el mundo moderno tiene un apetito insaciable por nuevos territorios.
Juanita Hiza está al margen de la agitación que está causando el mundo externo. La barrera idiomática la mantiene alejada incluso de los parloteos en tsimane cuando los términos en español son inevitables a la hora de abordar los conflictos por la tierra y territorio. Para ella, ser invisible no solo es un hecho, sino que parece ser la mejor opción.
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* El autor es Director de la Fundación TIERRA.
Este reportaje forma parte del apoyo a los pueblos indígenas que hace la Fundación TIERRA con apoyo de Misereor. Un agradecimiento especial a las autoridades tsimanes, a las Carmelitas Misioneras de El Palmar y muchas otras personas que hicieron posible el trabajo de campo y la documentación técnica-jurídica de las comunidades. Mapas: Agustín Moy.