Seguro agrario y gestión del riesgo en Bolivia: grandes intenciones vs. resultados limitados

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En los últimos 15 años, la gestión de riesgos en su dimensión agropecuaria ha cobrado mayor importancia dentro de las políticas de gobierno de varios países de América Latina. Dicho interés se explicaría por los crecientes impactos negativos provocados por el cambio climático que afectan de manera significativa a las economías rurales y la seguridad alimentaria. En el año 2012, Bolivia implementó el Seguro Agrario Pachamama en los municipios rurales, como uno de los elementos claves de la Ley 144. Sin embargo, el enfoque de este seguro está dirigido a la respuesta a desastres, sin encontrarse respaldado por una gestión de riesgos integral y eficiente que permita desarrollar políticas también preventivas.
El seguro agrario vigente tiene por objetivo asegurar la producción agrícola afectada debido a daños provocados por fenómenos climáticos y desastres naturales adversos, plagas y enfermedades. Su principal fuente de financiamiento es el Tesoro General de la Nación, aunque desde la campaña 2016 – 2017 algunos gobiernos municipales también han asignado un pequeño porcentaje de sus presupuestos como contraparte, además, de un técnico a tiempo completo dentro de la Unidad de Gestión de Riesgos para trabajar en las etapas de registro, control y pago de la indemnización. En cuanto al monto de indemnización, después de cinco campañas, se ha mantenido en mil bolivianos (143 dólares) por hectárea total afectada. Mientras que el número de municipios asegurados se ha incrementado de 63 municipios en 2013 a 140 municipios en 2016.
En cuanto al presupuesto, el primer, tercer y cuarto año osciló entre los 8 y 16 millones de bolivianos. El 2014, año de la subida del precio del gas, se produjo un incremento importante, llegando a más de 28 millones de bolivianos. Esta gestión, finalmente, llego a ascender a los 34 millones de bolivianos (INSA, 2018).
Si bien en estos cinco años el seguro agrario ha logrado llegar a más beneficiarios y los resultados en cuanto a ejecución y alcance son alentadores, muchas de las características del mismo lo convierten en una medida de mitigación de daños aún modesta y limitada en su carácter transformador. El hecho de que esta medida sólo responda a los desastres una vez producidos y no esté acompañada por otras medias más preventivas, la enlista dentro del grupo de políticas aisladas y con resultados muy limitados.
En 2014, se puso en marcha la Ley 602 de Gestión de Riesgos mediante la cual se busca regular el marco institucional y competencial estatal y de otras organizaciones públicas y privadas con la finalidad de fortalecer su intervención en el desarrollo de una cultura de prevención. En este marco, se otorga a las instituciones públicas, privadas y a las personas naturales y/o jurídicas relacionadas con la gestión de riesgos las competencias necesarias para planificar acciones y estrategias dirigidas a la prevención y atención a desastres. Pero, tras casi cuatro años de promulgación no ha logrado estabilizar su institucionalidad.
Se debe resaltar que la creación de una unidad y presupuesto específicos para la gestión de riesgo en la planificación de los municipios fue un gran paso para lograr esta institucionalidad. En años anteriores, los presupuestos municipales ya contenían un ítem destinado a desastres naturales que fue reemplazado por esta nueva unidad con la intención de adoptar una posición más previsora. Sin embargo, hasta ahora la principal responsabilidad de la misma es la atención a desastres y el pago del seguro agrario, por lo cual esa idea de adelantarse a los desastres, fortaleciendo los mecanismos de protección de los cultivos llevados a cabo por los productores, aún no se concreta.
El principal problema es la falta de coordinación entre los distintos niveles de gobierno. La constante falta de comunicación y organización entre los mismos termina por provocar duplicidad de funciones, intervenciones tardías, burocratización de los conductos y, lo que es más grave aún, mantiene en situación de vulnerabilidad a los damnificados, que por lo general son familias de campesinos o agricultores familiares de muy bajos ingresos. Un claro ejemplo de esta desorganización e inefectividad es justamente la estructura del seguro agrario.
El seguro agrario enfrenta grandes dificultades desde sus primeras etapas. Por ejemplo, en el momento del registro, los productores declaran las hectáreas y productos que asegurarán avalados por sus autoridades, no obstante, esto no conlleva a una verificación posterior por técnicos capacitados, es decir, la forma de registrar tanto a los productores beneficiados como a las hectáreas y cantidad de productos que poseen es muy arbitraria. Asimismo, en regiones como el altiplano, son muy pocos los que llegan a tener una hectárea e, incluso, la misma contiene más de un cultivo que puede o no ser parte de la lista de los que pueden ser asegurados. Al final del día, el proceso de registro se simplifica demasiado y, más tarde, se traduce en resultados bastante imprecisos que pueden sobrevalorar el alcance del seguro, puesto que en realidad no se está logrando llegar a quienes más los necesitan porque los recursos no están siendo utilizados y asignados eficientemente.
Otro problema, ya en la verificación de los daños, es que muchas veces los técnicos no cuentan con los recursos humanos y materiales suficientes para llegar a todos los lugares siniestrados. Esta indefinición técnica podría provocar una correlación muy arbitraria entre la cuantificación de indemnizados y las hectáreas siniestradas, provocando resultados cuestionables, producto de una subvaloración de la magnitud real de los daños.
La estructura presupuestaria y la distribución de recursos contempladas en los Planes Operativos Anuales del INSA, muestra que en los últimos tres años se tiene más o menos a 90 técnicos trabajando para un total de 168.000 asegurados. Si se estima, a partir de los datos de la campaña 2016 - 2017, que el 41 por ciento de estos asegurados sufriría daños en sus cultivos se tendría trabajando a un técnico por cada 400 asegurados, aproximadamente. Si bien, los gobiernos municipales han destinado pequeños porcentajes presupuestarios a las unidades de gestión de riesgo, el número de técnicos asignados no se ha modificado significativamente, a la par del incremento de asegurados. En la mayoría de los casos, un técnico llega a desempeñar muchas funciones a la vez, lo cual no le permite responder de manera efectiva a todos los afectados y lleva, incluso, a que los recursos destinados terminen por ser revertidos o destinados a otras inversiones debido a que no se logra abarcar la población prevista.
Por último, en la etapa del pago también se producen ciertas limitaciones. Sabiendo que el monto de la indemnización no siempre es de mil bolivianos, sino que depende del porcentaje del daño real que valore el técnico, muchas veces los productores terminan por acceder a un pago extremadamente bajo. Por ejemplo, un productor del altiplano que cuenta con media hectárea, en principio, podría acceder a tan sólo a 500 bolivianos, eso si el total de la misma es considerado como afectado. Pero, si este productor tiene cultivados mínimamente dos productos en dicha hectárea y solamente uno de ellos puede ser asegurado, el monto inicial se reduce a la mitad e, incluso, puede seguir reduciéndose más dependiendo de la proporción que finalmente llegue a ser considerada como afectada. Entonces, cabe preguntarse: ¿cuánto incentivo puede generar realmente esto? ¿Valdrá la pena tener que llevar adelante todo el proceso de registro, denuncia, verificación y solicitud del pago por tan poco? Y peor aún, ¿tener que pasar por todo este proceso sin la certeza de que el daño sea considerado como significativo y se quede en nada?
La eficacia del proceso se desequilibra con este tipo de casos que, además, no pueden ser considerados como aislados sobre todo en el altiplano y ciertas regiones del valle donde son pocos los productores que tienen más de una hectárea con un solo cultivo. Productores a los que, en teoría, debiera estar dirigido este seguro. Entonces, ¿es realmente tan eficaz como se lo muestra? Una vez más, su estructura inconexa dentro de una gestión de riesgo nada integral termina por generar resultados marginales de bajo impacto.
Otro aspecto importante a considerar dentro de la gestión de riesgos es que no todos los productores tienen el mismo nivel de vulnerabilidad ante un mismo fenómeno climático. Por ejemplo, una distribución desigual de la tierra en determinada comunidad puede provocar mayor vulnerabilidad a aquellos productores que tienen sus cultivos cerca de los ríos, puesto que corren el riesgo de ser más afectados por las inundaciones. Entonces, más allá de solamente buscar indemnizarlos, una política más efectiva ya debiera contemplar acciones focalizadas en este tipo de segmentos de la población para protegerlos y anticipar el desastre. Se supone que el objetivo del seguro es crear condiciones materiales mínimas para rehabilitar la siguiente siembra; pero, ¿por qué no mejor crear e invertir más en mecanismos que permitan controlar los efectos en vez de tratar de resolverlos?
Como se mencionó al principio, el monto de indemnización no se ha modificado desde la creación de este seguro. En el mejor de los casos, los mil bolivianos por hectárea suelen servir para comprar semillas puesto que al compararlos con los otros costos de producción este monto llega a significar casi nada, provocando que muchos productores ya no se interesen en volver a sembrar. De hecho, las familias más pobres utilizan este monto para pagar deudas más cotidianas como los útiles escolares o algunos víveres, pues consideran que todo el esfuerzo físico y económico que implica una nueva siembra no serán recompensados con la nueva producción. Entonces, esta política termina por adquirir, además, un enfoque más asistencialista que promotor de un bienestar sostenible.
Dado el centralismo gubernamental aún imperante, los escenarios de coordinación, planificación para la prevención, la atención y la reconstrucción en situaciones de emergencias son casi inexistentes. Hasta la fecha, todo el proceso de planificación se consolida en una especie de manual de procedimientos que incluye tanto a entidades territoriales como a sectores y organizaciones de la sociedad civil que, supuestamente, deben organizar simulacros controlados con el fin de que la amenaza forme parte de una especie de conciencia colectiva. Sin embargo, en la práctica, sólo se tienen declaratorias de emergencia nacional que habilitan la utilización de recursos públicos para la respuesta relativamente inmediata a los siniestros, con una evidente falta de planificación previa y el hábito recurrente a la improvisación. Pareciera que no se entiende que de lo que se trata es de prevenir antes que lamentar y las buenas intenciones se sobreponen a la racionalidad que se debería tener para la administración de los recursos.
Para finalizar, se considera que conociendo la gran diversidad de pisos ecológicos que se tienen en el país y todas las complejidades y demandas en cada uno de ellos, no se debiera simplificar tanto la eficacia de políticas como el seguro agrario. Comprendiendo que el mayor beneficio de un seguro para el pequeño agricultor es contar con suficientes recursos financieros para reinvertir en su producción y reactivarla, asegurando así la continuidad de su actividad productiva, su flujo de ingresos y su seguridad alimentaria, no se debiera caer en la idea de que el incremento del número de asegurados es un reflejo directo de condiciones más propicias para el desarrollo. El punto focal continúa siendo el fortaleciendo de los sistemas de producción campesina indígena, la diversificación productiva y el uso sostenible del agua y la tierra. Entonces, la sostenibilidad y sobre todo la eficacia del seguro agrario están directamente subordinadas a la reestructuración institucional.
Referencias
Colque, G. 2016. “Seguro agrario, a propósito de la sequía. Un seguro que tergiversa su sentido básico”. Artículo publicado el 28 de agosto de 2016. Consultado el 22 de mayo de 2018 en http://www.ftierra.org/index.php/opinion-y-analisis/716-el-seguro-agrario-que-tergiversa-su-sentido-basico.
Hatch, Ch.; Núñez, M.; Vila, F.; Stephenson, K. 2012. Los seguros agropecuarios en las Américas: un instrumento para la gestión del riesgo. San José, Costa Rica: Instituto Interamericano de Cooperación para la Agricultura (IICA). Instituto Nacional del Seguro Agrario. 2016. Información estadística por campañas. Consultado el 25 de mayo de 2018 en http://www.insa.gob.bo/images/gestion/INFORMACION_ESTADISTICA
Instituto Nacional del Seguro Agrario. 2017. Plan Operativo Anual 2017. Consultado el 25 de mayo de 2018 en http://www.insa.gob.bo/index.php/2012-11-28-05-40-57/plan-operativo-anual-menu
Ley 602 de Gestión de Riegos del 14 de noviembre de 2014. Estado Plurinacional de Bolivia.
Fundación Jubileo. 2018. Presupuesto agregado de actividades y proyectos de inversión por programas de gasto de los Gobiernos Autónomos Municipales por departamento - gestión 2013 – 2017. Ministerio de Economía y Finanzas. Consultado el 29 de mayo de 2018 en http://jubileobolivia.com/presupuestos/
Toro, E. 2013. “El seguro agrario y los pequeños productores”. Artículo publicado en la página web de CIPCA. Consultado el 25 de mayo de 2018 en http://www.cipca.org.bo/index.php/cipca-notas/cipca-notas-2013/2922-el-seguro-agrario-y-los-pequenos-productores
* La autora es investigadora de la Fundación TIERRA.

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