La protesta potosina exigiendo desarrollo regional tiene por trasfondo económico el modelo de desarrollo extractivista que Bolivia ha adoptado de forma más agresiva en los últimos años. En 2003 comenzó el ascenso sostenido de los precios internacionales de materias primas y este hecho incentivó la sobreexplotación de los recursos naturales, principalmente en los sectores de hidrocarburos, minería y agricultura de exportación. Desde 2006, el Estado boliviano aumentó su participación en el control y apropiación de las rentas derivadas del negocio de las materias primas. La proporción de ingresos provenientes por este concepto dentro del presupuesto general del Estado representa alrededor del 50 por ciento (PGE 2014), lo que según algunos estudios nos califica como un país rentista de alta intensidad1.
Una parte de estos ingresos extraordinarios ha sido destinada a programas sociales y "transferencias monetarias condicionadas" en forma de bonos estatales para los sectores más vulnerables. Esta particularidad dio lugar a que a veces se utilice el término de "neo-extractivismo", para destacar que ahora el Estado tiene un rol más protagónico en la economía extractivista y además utiliza las rentas para programas sociales. Los beneficios son evidentes. Al igual que otras regiones, Potosí dispone de presupuestos públicos más altos y los indicadores socioeconómicos son más alentadores: las tasas de pobreza bajan, se reduce la proporción de personas subalimentadas, aumenta el acceso a la salud, educación, entre muchos otros cambios.
Sin embargo, el descontento de los potosinos nos advierte sobre un problema mayor: los límites del extractivismo. Si bien el rentismo coadyuva a la ampliación y ejercicio de derechos económicos, sociales y políticos; por otro lado no contribuye a encarar de forma estructural la problemática de la pobreza ni el bajo nivel de desarrollo económico. Las mejoras en los indicadores sociales reflejan cambios en las situaciones extremas de vulnerabilidad pero no representan transformaciones de fondo y de mayor alcance. Se desaceleran los cambios, las brechas de desigualdad se mantienen en sus niveles históricos y no hay indicios de reducción de los efectos negativos provocados por la alta dependencia de materias primas. La transformación de la matriz productiva sigue siendo la gran tarea pendiente en Bolivia. En estas condiciones y en especial cuando los precios internacionales caen abruptamente, los efectos perversos del modelo extractivista quedan al descubierto.
El extractivismo boliviano es objeto de críticas o defensas cerradas aunque la comprensión de su trayectoria, límites y posibilidades (si acaso las tiene) más bien es bastante limitada. La mayoría coincide en que superar la economía dependiente de la sobreexplotación de materias primas es el mayor reto que debemos afrontar. Pero el cómo y los mecanismos que se requieren siguen siendo enunciados borrosos. Para algunos la superación de esta fase consiste en abandonarla pero otros consideran que estamos frente a una oportunidad histórica para sentar las bases de un nuevo modelo de desarrollo con industrialización. Quienes plantean la primera opción se respaldan en estudios y evidencias empíricas bien conocidas. El boom de materias primas aunque expatria la mayor parte de la riqueza, por lo general aumenta la entrada de divisas, la moneda nacional se aprecia y en consecuencia crece la presión por la importación de bienes baratos. En otras palabras, la industria nacional se perjudica porque la producción de bienes con valor agregado se debilita de tal modo que la dependencia adquiere un doble carácter: dependencia de la exportación de materias primas y dependencia en el consumo de bienes provenientes de la industria externa. Si sumamos a ello los altos costos ambientales, territoriales y culturales; el balance final es desalentador.
La otra propuesta de más extractivismo para salir del extractivismo, más bien carece de argumentación y teoría. Desde el punto de vista económico, sería interesante poner bajo la lupa cuál es la lógica o estrategia de desarrollo que subyace en este tipo de planteamientos puesto que -a fin de cuentas- no hay razones para desecharlo sin discusión y asumir de forma apresurada una especie de "determinismo" de sabor fatalista que nos lleve a una rendición sin lucha. Un debate sistemático sobre los alcances económicos del extractivismo puede ayudarnos a descubrir nuevas respuestas y caminos hacia el desarrollo sin sobreexplotación. Sin embargo, la discusión discurre por senderos algo incomprensibles, peca de dogmatismos e invariablemente está dirigida e influenciada por una clase gobernante que defiende las rentas extractivas en respuesta directa a sus intereses de preservación del control del poder económico y político en el corto plazo. Recientemente, el gobierno nacional anunció el plan de convertir a Bolivia en el centro energético de Sudamérica, equipado con plantas termoeléctricas, procesadores de baterías de litio y potasio, granjas solares y hasta reactores de energía nuclear. Si bien este plan suena atractivo y hasta cierto punto amigable en términos ambientales, sigue siendo más extractivismo que encierra los mismos riesgos potenciales que tienden a empujarnos hacia la enanización de la economía boliviana a mediano y largo plazo.
Estamos frente a una lógica en que el acceso a las rentas extractivas no depende necesariamente del trabajo productivo, es decir, de aquel esfuerzo económico que genera riqueza o valor agregado. La falta de correlación entre apropiación de la renta y productividad favorece la expansión de economías especulativas dentro y alrededor del Estado y sus instituciones. Por este motivo, iniciativas económicas de importancia como la creación de empresas estatales no extractivistas en realidad tienen poca o nada de racionalidad y sostenibilidad económica acorde con el capital invertido. Más bien son una especie de mecanismos y canales de distribución de las rentas extractivas entre agentes económicos de menor escala. Estas dinámicas ciertamente ayudan a inyectar capital a la economía en general pero una parte significativa del mismo esquiva los circuitos de formación de capital productivo porque es más atractivo moverse hacia el sector comercial vinculado a la expansión de los flujos de importación. El consumo interno aumenta pero los bienes que se adquieren provienen cada vez menos de la industria nacional. Los primeros en sufrir los efectos negativos de este proceso son los sectores productivos más vulnerables. Por ejemplo, la agricultura campesina parcelaria que pierde empuje ante la internación creciente de productos alimenticios tradicionales como la papa, cebolla, maíz, hortalizas y otros alimentos.
El neo-extractivismo que llegó para quedarse está controlado políticamente por el Estado. Esto hace posible un mayor nivel de expansión del gasto social, hasta cierto punto coarta la privatización exacerbada de las rentas pero, en contrapartida, también obstaculiza los caminos de salida hacia un escenario post extractivista. Potosí es un ejemplo concreto de cómo una reivindicación regional de desarrollo, desencadenada por la crisis de la minería, se percibe desde el poder político como una pugna política que simplemente ambiciona el acceso al Estado y a las rentas. El Estado rentista no interpreta este tipo de protestas como una señal de que el extractivismo, en cualquiera de sus variantes, tiene límites, mismos que si no se examinan de forma minuciosa y crítica, pueden conducirnos a nuestra autodestrucción.
[1] Ver por ejemplo Burchardt (2014). "Logros y contradicciones del extractivismo: bases para una fundamentación empírica y analítica". Nueva Sociedad, febrero de 2014.
*Gonzalo Colque es director de la Fundación TIERRA.