Seguro agrario, a propósito de la sequía
Un seguro que tergiversa su sentido básico
El seguro agrario es un mecanismo todavía frágil, pero imprescindible para contrarrestar el deterioro y la marginalización de la agricultura campesina e indígena. Su éxito y sostenibilidad no dependen de asegurar a más beneficiarios, sino de enfrentar sus retos institucionales, económicos y políticos.
En su modalidad Pirwa, el seguro agrario está en marcha desde 2012 en los municipios rurales más pobres y de la mano del Instituto del Seguro Agrario (Insa). Es uno de los componentes centrales de la Ley 144 que promete una revolución agropecuaria de tipo comunitaria. El Insa ha estado reportando de forma regular datos que muestran crecimientos sostenidos en cuanto a la cobertura geográfica de este seguro, cantidad de hectáreas, tipos de cultivos aceptados y número de familias beneficiadas. Las proyecciones para la campaña agrícola 2016-2017 estiman alcanzar 160 municipios, 310 mil hectáreas y 155 mil familias. Es decir, no son cifras insignificantes.
A diferencia de los países vecinos, el seguro agrario boliviano no tiene costo para el beneficiario y tampoco está administrado por empresas aseguradoras privadas. Este diseño institucional es un acierto, fundamentalmente porque la protección de poblaciones rurales altamente vulnerables es una necesidad de interés social que no puede dejarse en manos de quienes buscan el lucro. Otra ventaja para los agricultores es el mecanismo relativamente simple de registro de parcelas y beneficiarios. Sin embargo, la gratuidad y la simplicidad que atraen a miles de interesados también reflejan limitaciones y distorsiones cada vez más evidentes.
Un primer desafío es la consolidación de la institucionalidad del Insa. Está a punto de completar la administración de la cuarta campaña agrícola (2015-2016), pero todavía depende de recursos del Tesoro General de la Nación (TGN) transferidos cada cierto tiempo por decretos con notas aclaratorias sobre su carácter “excepcional y por única vez”. Al parecer, los recursos asignados por el Estado se definen en función de las necesidades de indemnización que surgen luego de los desastres naturales, cuando debiera ser al revés, esto es, transferencias crecientes de recursos según el número de hectáreas y familias aseguradas a inicios de cada campaña agrícola. Un problema técnico no resuelto es la falta de definición del costo o la prima del seguro agrario. Este problema obstaculiza la institucionalización y explica en mucho las razones por las que el nivel central del Gobierno no define partidas presupuestarias específicas ni asigna montos cada vez mayores en respuesta al creciente número de beneficiarios. Un peligro latente de esta falta de correlación e indefinición técnica es que la cuantificación de indemnizados y hectáreas siniestradas sea demasiado arbitraria y sujeta a la disponibilidad de recursos disponibles para pagar el seguro agrario.
Una segunda cuestión, considerada como el problema de fondo por los beneficiarios, está directamente relacionada con la naturaleza y el objeto del seguro agrario. Se entiende que este mecanismo es para proteger las cosechas de heladas, granizos, sequías e inundaciones; además de crear condiciones materiales mínimas para rehabilitar la siguiente siembra. Esto significa que el seguro, al menos, debiera reponer el valor de la cosecha perdida. En el caso de los pequeños productores andinos, el tope mínimo de este valor económico podría estimarse de forma conservadora en unos cuatro mil bolivianos y, cuando se trate de cultivos como la papa, puede superar fácilmente los diez mil bolivianos. Pero el seguro agrario indemniza un máximo de mil bolivianos por hectárea y hasta tres hectáreas por cada pequeña unidad agropecuaria. Esta cifra de indemnización es muy inferior al valor total de las cosechas sin importar el tipo de cultivo y la zona agroecológica. En términos estrictos, el seguro agrario no protege ni repone el valor de las cosechas, tan solo entrega una compensación simbólica que en el mejor de los casos representa la cuarta parte del valor de los cultivos. Y dado que la gente tiende a registrar cultivos con mayor valor comercial, la brecha entre el valor real y las compensaciones se amplía enormemente.
El bajo valor de la indemnización también queda al descubierto si lo comparamos con los gastos de operación y administración que son inevitables. Tomando en cuenta las tres campañas agrícolas cubiertas por el seguro agrario (2012-13, 2013-14, 2014-15) el monto promedio de indemnizaciones por año alcanza a unos diez millones de bolivianos y el Insa necesita para su funcionamiento un presupuesto institucional más o menos de la misma cuantía. En términos generales, por cada mil bolivianos de indemnización, el Estado incurre en gastos administrativos que demandan otro monto similar. Y no es que los gastos institucionales sean abultados o innecesarios, sino que el tamaño reducido de las compensaciones no justifica los costos de gestión, administración y evaluación de daños.
Por último, está el componente mediático; para ser exactos, el uso político y mediatizado del seguro agrario. Es muy probable que sin que medie mala intención, los funcionarios públicos que cumplen tareas de documentación del pago de las indemnizaciones, muestran invariablemente imágenes que siguen un mismo patrón: fotografías de hombres y mujeres del campo recibiendo unos cuantos billetes de autoridades públicas de alto rango. Exhiben ante el público a la gente pobre que acaba de perder sus cosechas en el momento más vulnerable de sus vidas. Son fotografiados exhibiéndolos ante las cámaras y el público con el dinero en la mano, mientras que las autoridades posan a su lado en actitud de benefactores. Los campesinos pobres son utilizados para probar que el gobierno central cumple sus promesas políticas y la revolución productiva avanza.
La explotación de la imagen del pobre, de su condición material e incluso de su sufrimiento se conoce como la “pornografía de la pobreza”. Ha sido y todavía es un tema muy polémico en el mundo de ciertas organizaciones de caridad y algunas ONG que recaudan donaciones en el primer mundo. Además de los cuestionamientos morales que vienen al caso, lo preocupante de este tipo de prácticas es que refuerzan la idea de que la pobreza es el resultado de problemas más bien individuales y no de sistemas sociales injustos y de carácter estructural. En consecuencia, si no cambian estas formas de representación de los trabajadores del agro, el seguro agrario incluso podría acabar minando la reflexión y la comprensión política que tanto necesita el campesinado sobre su propia realidad. Las imágenes degradantes si bien pueden despertar alguna preocupación entre el público o cierta legitimidad para el Gobierno, no ayudan a las luchas sociales de los excluidos.
En suma, el seguro agrario es un mecanismo todavía frágil pero imprescindible para contrarrestar el deterioro y la marginalización de la agricultura campesina e indígena. También hay que aceptar que es una modesta medida de protección y mitigación de daños, es decir, no tiene ni tendrá un carácter transformador. Por eso se debe tomar con mucha cautela cualquier intento de sobrerrepresentación de esta medida basada en una especie de ‘fetichismo de números’ o danza de cifras, espectaculares pero que dicen poco o nada, de hectáreas, beneficiarios asegurados o cantidades globales de montos pagados. El éxito y la sostenibilidad del seguro agrario no dependen de incorporaciones apresuradas de más unidades productivas agropecuarias sino de los retos pendientes en lo institucional, económico y político.